Haqueldamá | Cuento
—Quinientos denarios.
El Sumo Sacerdote
lo miró con soberbia y desprecio. Judas ni se inmutó. Parecía pensarlo,evaluar la situación. ¿Era poco o mucho?
—Eres asquerosamente despreciable, lo sabes, ¿verdad?
Judas no contestó.
Claro que lo sabía, mas no iba a volver atrás; había tomado la decisión de entregar a su
Maestro, sin contemplaciones. Pero había algo en todo ello que no lo lograba comprender
del todo.
De buenas a primeras podría decir que lo hacía por el dinero: era un ladrón después de
todo. Pero no, había algo, un motivo intrínseco que pugnaba por salir pero que no lograba
tomar forma en su cabeza. Era consciente y eso lo tenía más perturbado de lo que ya
estaba.
—Contesta de una maldita vez. ¿Aceptas o no?
No debía hacerlo. Se trataba de su Maestro. Aquel hombre que había depositado su
confianza en él y le había encargado las finanzas del grupo, a sabiendas de su condición de
delincuente. Aquel que era capaz de mover multitudes sólo con sus palabras, de sanar
enfermos e incluso hacer resucitar a los muertos.
Pero sobre todo, que lo miraba con amor, un amor inmenso, que podía sentir en cada parte
de su espíritu con solo mirarlo, algo que nunca antes había sentido. A él, Judas Iscariote,
que no era más que una basura, un saco de podredumbre, un montón de nada. A él lo
miraba con amor, como si él fuese la cosa más hermosa y preciada de su vida.
Y ahora lo iba a traicionar.
Iba a venderlo por unas cuantas monedas de plata. ¿Acaso valía la pena cambiar todo lo
que tenía en aquel momento por dinero? Algo en su interior le decía que no, pero su mente
estaba completamente nublada.
Uno de los allí presentes se acercó y, con violencia, lo tomó de la túnica y el cuello,
elevándolo unos cuantos centímetros del suelo.
—Responde, estúpida escoria de una buena vez. ¿Aceptas o no? ¿Nos entregarás a Jesús
el Nazareno?
Judas clavó los ojos en los del sujeto que tenía delante de sí, decidiéndose.
—Si.
Los de allí presentes no dijeron nada, pero tenían una notable expresión de suficiencia en
sus rostros.
¿Tanto le odiaban? ¿Tanto como pagar por su muerte?
Al final de cuentas, no estaba seguro de quienes estaban más condenados, si ellos o él
mismo.
El fariseo lo soltó y le dio la espalda, no sin antes dedicarle una mirada de desdén. El Sumo
Sacerdote lo observó unos momentos e incorporándose de su silla, caminó hacia su
dirección.
—Te entregaremos el dinero el jueves. Entonces nos dirás dónde estará y le caeremos por
sorpresa.
—¿Jueves? - preguntó otro de los ancianos que estaba allí también y que no había
participado, hasta ese momento.
—Si. Lo necesitamos muerto antes de Pascua. - respondió el viejo de pie y, volteándose
hacia él nuevamente le dijo:
—¿Entendiste, escoria?
Judas no respondió pero hizo un gesto de afirmación apenas perceptible.
Y ellos tenían la caradurez de decirle a él escoria. Ellos, que eran tan escoria como èl
mismo. En aquel momento tuvo ganas de reírse y burlarse. De ellos, de la situación, de sí
mismo. Todo allì parecía una comedia mal hecha y sin gracia alguna. Detestable.
Deleznable.
Qué asco.
Podìa sentir el desprecio en aquel lugar. Y lo entendía. Él también se despreciaba.
“Si me tengo que ir al infierno, lo haré”. Así de condenado estaba, y no tenía intención
alguna de cambiar aquello. Pero a pesar de que había tomado la decisión y de que no iba a
declinar, seguía preguntándose si realmente merecía la pena.
El dinero. Siempre le había gustado, al punto de hacer cualquier cosa para conseguirlo, sea
esto lícito o no. Con el tiempo fue perdiendo la capacidad de sentirse culpable por lo que
hacía, y así había vivido durante muchos años, hasta que se topó con Él una tarde,
mientras predicaba en una aldea cercana a Galilea. Y él había quedado prendado de sus
palabras, al punto de que no había tenido la menor duda de levantarse y caminar en pos Él
cuando, mirándolo a los ojos le dijo “sígueme”.
No entendía, pero había algo en aquel hombre que le hacía ir hacia él. Algo tenía aquel ser
humano y que él, en su mente bruta, no podía discernir qué era pero, por lo que había visto a lo largo de todo ese tiempo, era de que ni siquiera aquellos que se consideraban los más
cultos podían hacerlo.
¿Qué tenía Jesús?
Él hablaba y se sentía como si el tiempo a su alrededor dejase de existir. Curaba a
enfermos terminales, expulsaba demonios con sólo una orden. No juzgaba a nadie y trataba
a todos con la misma paciencia y amor, sean personas cultas, ignorantes, pobres o ricos.
Pecadores o no. Incluyéndolo a él, que era lo más cercano a una paria. A él lo había mirado
con dulzura y le había pedido que lo siguiera. Y él no pudo negarse. Y por primera vez en
su vida había sentido que, incluso él, tenía esperanza.
Pero ahí estaba otra vez, haciendo lo que pensó que jamás volvería a hacer, tirando por la
borda todo lo que había conseguido durante ese tiempo.
Le dolía el pecho, pero sabía que aquel dolor nada tenía que ver con lo físico.
No iba a volver atrás.
Mientras caminaba por las calles casi desprovistas de luz, iluminadas apenas con tiritantes
antorchas, pudo sentir un olor fétido que parecía acompañarlo. Se cruzaba de tanto en tanto
con personas, pero estas no parecían sentir olor alguno, más lo ignoraban tanto como él
mismo lo hacía con ellos. Y, a pesar de que las arterias estaban prácticamente vacías, tenía
la inevitable y odiosa sensación de que alguien lo vigilaba, cosa que lo hacía removerse de
hito en hito y volver la vista sobre sus hombros, sólo para que, tal y como era de esperarse, no hallase nadie.
Al entrar en la casa donde estaban parando, no notó nada inusual.
Pedro parecía discutir vehementemente con Santiago, mientras Juan los observaba con
atención y en silencio, con una nota de diversión en los ojos. Reconocía esa mirada; era la
viva imagen de la inocencia. Los otros, en situaciones similares a la de Pedro, apenas
hicieron eco de su presencia, cosa que agradeció en su fuero interno.
No vio a su Maestro allí, lo cual lo hizo sentirse aliviado, en cierta medida.
Mientras iba de camino a sus aposentos, pasó cerca de Juan, quien desvió su atención de
sus interlocutores para centrarse en él en una fracción de segundo y, aunque se dio cuenta
de ello, tenía la intención de seguir de largo e ignorarlo.
—¿Te sucede algo, Judas?
La voz cadenciosa del joven lo obligó a detenerse y a centrar su vista en la suya, cosa que
no quería ni tenía ganas de hacer.
—Nada me sucede. ¿Por qué lo dices?
Aquella pregunta la había formulado casi de manera inconsciente, como una mera
formalidad, por lo que no esperaba respuesta alguna. Sólo quería terminar con aquel
coloquio improvisado y completamente desatinado, por lo menos para él.
—Porque pareces preocupado por algo. Incluso diría que te ves agitado. ¿Estás bien?
Jodido mocoso perceptivo. No le sorprendía el porqué Jesús tenía cierta preferencia hacia
aquel niño.
Claro que no estaba bien. Estaba al borde del colapso, sentía que todo iba a
desbarrancarse de un momento a otro y aquello se volvía más palpable a medida que
pasaban las horas. Claro que estaba preocupado, porque no quería que nadie sospechara
lo que había hecho. Y obviamente se sentía agitado y perseguido. Lo único a lo que
aspiraba en aquel momento era a que pase lo que deba de pasar y así poder largarse de
una vez de allí y desaparecer.
—Estoy bien. Sólo estoy cansado por venir en subida, eso es todo.
Juan, luego de escucharlo con atención, pareció aceptarlo pero aún había en su rostro
rastros de preocupación.
“Preocúpate por otros, no por mí”. Tuvo ganas de decirle, pero las palabras se le quedaron
pegadas en la garganta, por lo que sólo asintió y se escurrió rápidamente, antes de que el
chico le hiciera alguna otra pregunta o que él mismo quedase en evidencia.
Él no merecía la preocupación de nadie, ni siquiera la de Juan.
(...)
Tenía las manos heladas cuando se sentó en su sitio, alrededor de la mesa.
La habitación era un hervidero de voces, todos comían, reían, discutían o sólo permanecían
en silencio, como él.
Sentía los ojos del Maestro en sí, pero se obligó a ignorarlo. Vio cómo Juan se sentaba a su
lado, mientras que Pedro lo hacía en el puesto contrario.
Se sentía fuera de lugar.
La cena de Pascua transcurría de manera normal, sólo por un pequeño detalle: notaba a
Jesús abstraído y con un deje de tristeza en los ojos. Entonces Él levantó la vista y la unió a
la suya. Y él supo que Jesús lo sabía todo.
Una angustia comenzó a invadir su pecho y sus manos, que seguían igualmente frías,
comenzaron a temblar. puso toda su concentración en apaciguar aquel estado para así no
delatarse a sí mismo.
Entonces Jesús hizo algo que no esperaba: tomó una tina y un jarro con agua limpia y
comenzó a lavarle los pies a todos ellos, uno por uno, como si fuese un sirviente.
Judas sintió cómo el pulso le amenazaba con desbordarse a medida de que su Maestro se
acercaba hacia él.
Cuando le llegó el turno, se obligó a mirar hacia un costado, ignorando los ojos de Jesús. Él
comenzó a hablar, pero Judas se obligaba a sí mismo a no escucharlo. Sabía que si lo
hacía, su determinación flaquearía y con ella también sus negocios.
De pronto sintió un golpe en su costado que lo devolvió, momentáneamente, a la realidad.
—El Maestro te está hablando.
Pedro, quien acababa de darle un codazo, lo miraba con aprehensión.
Pero cuando iba a replicar, una voz, que nada tenía que ver con la suya, ni con la de Jesús,
ni la de Pedro, ni de ninguno de los allí presentes, irrumpió en sus oídos, llenándolo de un
pavor que antes no había sentido, diciéndole que saliera de allì.
Entonces, su vista se nubló, sus oídos dejaron de oír a su alrededor y su mente sólo podía
distinguir aquellas fatuas palabras que le llegaban de algún lado, pero que no llegaban a ser
del todo claras.
Estaba claro lo que debía hacer.
(...)
—Quién iba a pensar que una basura como tú sea tan puntual.
El Sumo Sacerdote, sentado en una gran piedra, vestido con aquella túnica horrible de color
marrón, le hablaba con displicencia, con la tranquilidad de alguien que está haciendo todo lo
correcto.
Al verlo, Judas no pudo evitar sentir repulsión.
Poco a poco, el lugar se fue llenando de gente armada con palos, espadas y antorchas. Los
murmullos aumentaban también, pero él apenas podía distinguir lo que decían, ya que
aquella incipiente voz del infierno le dejaba cada vez más aturdido, embotando su cabeza.
—Judas.
Alzó la vista y se encontró con un hombre alto y de aspecto enjuto. Tenía en una mano una
gran antorcha y en la otra una pequeña bolsa de cuero.
Una vez captada su atención, éste le lanzó la bolsa, que Judas tomó al vuelo. Al abrirla,
ésta estaba llena de monedas de plata.
Al levantar la vista, cuestionando aquello, el hombre delante suyo dijo:
— Ahora, ya sabes lo que tienes que hacer.
Y levantándose de donde estaba, se dirigió al Huerto de los Olivos.
(...)
Era un poco más de medianoche cuando decidió dejar de correr, permitiendo a sus
pulmones tomar un poco de aire; mas eso no lo calmaba.
La luna apenas era perceptible en el cielo y solo podía guiarse en el camino a través de la
escasa luz de un palo encendido.
Se sentó en la primera roca que encontró, dejando caer la bolsa de cuero y la antorcha, que
terminó por apagarse, dejándolo sumido en la completa oscuridad.
Lo había hecho. Había entregado a Jesús, y junto con Él, todo ápice de salvación para su
alma. Allí, lejos de todos y de todo, comprendía el error en el que había caído y, lo peor, lo
irreversible que era.
Aún sentía el roce de sus labios en la piel del rostro de su Maestro al darle el beso, la señal
que había preparado para la emboscada. Aún recordaba la mirada de dolor en los ojos de
Jesús cuando le dijo “Judas, ¿con un beso me traicionas?” Aún sentía el ahogo por el llanto
que le invadió en aquel momento, al percatarse de lo que había hecho, mientras aquella voz
infernal se reía a carcajadas en sus oídos.
Entonces la realidad se le vino encima, como un fuego quemándole las entrañas,
extendiéndose por todas las venas y cortándole la respiración.
Tomó la bolsa con los denarios y la escritura y los arrojó lo más lejos que pudo, mientras de
su garganta salía un grito ahogado y ensordecedor. Cayó al suelo de rodillas y comenzó a
golpear el mismo con los puños mientras las lágrimas corrían sin piedad y se mezclaban
con la saliva y la tierra. Sentía cómo la piel de sus manos se desgarraba en cada golpe, al
tiempo de que las risas parecían exacerbarse aún más.
Allí, en el silencio palpable de la noche y la soledad, pudo escuchar lo que aquella voz le
decía.
Su cuerpo, que ardía bajo un fuego infernalmente invisible, comenzó a sacudirse.
Desesperado, comenzó a correr otra vez, sin dirección alguna, llevado por una fuerza
invisible, tropezando de tanto en tanto, cayendo y volviéndose a levantar, mientras se
preguntaba cómo pudo hacerlo. Las voces, cada vez más ensordecedoras, le repetían en
una especie de letanía cruel, una y otra vez sus acciones, mientras se reían y burlaban.
Entonces tuvo una visión.
Se vio a sí mismo cayendo por un desnivel del terreno, estrellándose contra una roca,
mientras su cuerpo se abría y sus entrañas se esparcían hacia todas las direcciones,
dejando el vivo retrato del horror, al mismo tiempo de que podía sentir el olor a putrefacción
de su propio cuerpo, mientras ríos de sangre, pus y gusanos se mezclaban con la tierra y la
vegetación agreste.
Fue allí cuando comprendió todo. Supo que aquel fuego que lo consumía por dentro no era
más que su propia podredumbre abarcando cada centímetro de su ser; de allí el olor fétido
que despedía. Supo que nada tenía sentido y que ya nada podía hacer. Y, sobre todo, supo
que ni todo el oro del mundo valía la pena a cambio de su Maestro.
De rodillas, en medio de la noche, supo que había perdido.
Y entonces, poniéndose de pie, se dirigió con diligencia a su inexorable destino.
A. Martínez
increíble!!!
ResponderBorrar¡Muy Buena!
ResponderBorrarEstá claro que si Cristo resucitó, puede resucutar todo cristo.
ResponderBorrar