Zona Intermedia | Cuento
Cuando desperté e intenté abrir los ojos, me cegó una luz demasiado potente y blanca, que me llegaba de manera directa. Bizqueé unos momentos, esperando a que mis pupilas se acostumbrasen a aquel resplandor repentino. Traté de enderezarme, pero descubrí una sensación extraña en mi cuerpo, como si pesara menos. Me senté por completo y vi que estaba en uno de esos bancos propios que hay en los hospitales. Observé que aquella luz blanca provenía de uno de los artefactos de luminotecnia colocados en el techo. Todo el lugar daba la sensación de frío; tal vez eso era producto de las paredes revestidas en su totalidad por azulejos, que iban de un blanco brillante en algunos sectores, a un azul profundo en otros. Pero aquella frialdad era sólo eso, una sensación, ya que yo no sentía frío alguno.
El pasillo en el que me encontraba estaba completamente vacío. Algunas mesas con ruedas, llenas de objetos metálicos, desperdigadas al azar, me daban la noción de que, efectivamente, estaba en un nosocomio. Continué observando a mi alrededor, esperando encontrarme con alguien me dijese algo en concreto. No quería salir de ese corredor hasta que entendiera el motivo por el cual había terminado allí.
Mis recuerdos se me antojaban extraños, lejanos, como de otra época. En su gran mayoría, eran imágenes inconexas que no me decían nada. Lo único coherente que tenía era el recuerdo de aquella mañana en la que salí a tirar la basura, al contenedor que había, en frente al edificio donde vivía. Luego nada más. Me estruje la cabeza, pero lo único que conseguía era una especie de caleidoscopio gigante, en 3D y desordenado, carente de sentido alguno. Suspiré al tiempo que cerraba los ojos, sintiendo cómo la frustración me invadía poco a poco el cerebro. Me resultaba extraño que aún no me tropezase con alguna persona, que ése lugar fuese tan desierto.
El sonido de unos pasos apresurados llamó mi atención en ese instante. Abrí los ojos, en reacción, volviéndome hacia la dirección de donde me habían llegado aquel son. Una mujer, de baja estatura y aspecto pulcro, se desplazaba diligente por el pasillo transversal al que me encontraba. Sin pensarlo dos veces, me lancé en pos de ella, impulsada por la necesidad de salir de allí. A medida que avanzaba, la sensación de liviandad en mi cuerpo se incrementaba, por momentos, dándome pequeños mareos, haciéndome pisar en falso. A pesar de ello, no me detuve, apresurándome a alcanzar a la mujer antes de que desapareciese de mi vista. Ésta se detuvo de pronto, haciendo así que pudiese llegar a ella en menos tiempo.
Al acercarme, noté que sus ojos se fijaban, atentos, en las hojas escritas de un fichero. Sin dilación, empecé a hacerle las preguntas básicas, siendo lo más clara que la situación me permitía. Pero ella miró hacia un costado, levantó la hoja que tenía encima para ver algo de la que estaba debajo, dio media vuelta y comenzó a alejarse raudamente, volviéndose sobre sus pasos.
Me quedé petrificada ante su reacción. No esperaba una respuesta así, ni mucho menos. ¿Es acaso en este hospital atendían de esa manera a sus pacientes? La seguí con la vista, mientras su cuerpo se hacía cada vez más pequeño, debido a la lejanía. Abrí la boca, sopesando la posibilidad de gritarle algo, pero la cerré inmediatamente. No conseguiría nada de esa manera. Entonces apareció un hombre, un médico supuse, por la ropa que llevaba puesta, y me dirigí hacia él de forma inminente, olvidándome por completo de la mujer. Formulé nuevamente las preguntas anteriores, obteniendo la misma respuesta.
Al verlo alejarse, sentí derrota. Estaba en un lugar desconocido, en soledad, siendo completamente ignorada. Un calor súbito comenzó a recorrerme el rostro, símbolo de mi enojo y perturbación.
Hubiese preferido que me contestasen mal, pero no que me ignorasen de esa manera. Me senté en un banco cercano, tratando de calmarme.
Deseaba volver a casa.
Bajé la cabeza hasta la altura de las rodillas, tratando de evitar las lágrimas, que estaban a punto de hacer acto de presencia. Me erguí de a poco, una vez que sentí que me hubiese calmado, sólo para encontrarme con otra mujer, entrada en años, que se encontraba sentada en el banco de enfrente al mío, y que me miraba de forma penetrante. Estuve a punto de ir hacia ella, pero al cabo de unos segundos, la mujer se incorporó y se fue de allí, volviendo yo a quedar sola.
Me levanté de allí, siguiendo su ejemplo, y empecé a vagar por los restantes pasillos del hospital.
Aparentemente, no era un nosocomio demasiado concurrido, por lo que no encontré demasiadas opciones para satisfacer a mis preguntas. La respuesta, cada vez que lo intentaba, era la misma: una enorme indiferencia. Sólo muy pocas personas se dignaban en mirarme, como aquella mujer vieja de antes, pero se iban antes de que yo pudiese ir hacia ellos. Busque algún vidrio reflectante que me pudiese decir si había algo extraño en mí que generase aquellas reacciones. Pero mi reflejo no mostraba nada inusual, sólo un poco más pálida de lo habitual, pero siempre fui igualmente desprovista de color alguno.
Había perdido la noción del tiempo. No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado desde que había empezado a vagabundear pero, para mi sorpresa, no sentía ni hambre ni cansancio alguno. Sólo sentía una gran frustración, ya que, al buscar la salida del hospital, tampoco la pude encontrar. Y si buscaba ayuda obtenía la misma indiferencia de siempre.
Me senté en el banco de un pequeño parque interno, a observar sin ánimos de continuar, a la espera de que algo sucediese que cambiase el panorama. Vi a la gente ir y venir, algunas ignorándome, otras pocas mirándome de pasada. Vi cómo un gato me observaba con atención y las pupilas dilatadas desde algunos metros de distancia.
Entonces vi, a través del rabillo del ojo, cómo mi madre cruzaba por un pasillo, en el edificio. Me levanté como alcanzada por un rayo, y comencé a seguirla, mientras sentía un enorme alivio invadirme el pecho. Seguro, al ver que yo no regresaba, se puso a buscarme, hasta llegar aquí, agotando todas las opciones. Ella tendría las respuestas que buscaba. Ella no me ignoraría. Por supuesto, era mi madre.
Apuré el paso, hasta convertirlo en una carrera hasta ella. Mi repentino entusiasmo pronto se convirtió en impaciencia y no me tranquilicé hasta que la tuve a pocos metros de mi. En ese momento, ella se detuvo delante de una habitación, cuya puerta se encontraba entreabierta. Quise hablarle, decirle que yo estaba allí, que no me buscase más. Pero antes de eso, ella ingresó al cuarto, dejando la puerta nuevamente cerrada a medias. No lo pensé dos veces y la seguí.
La imagen que tenía delante se me antojaba imposible, surrealista.
Delante de una cama articulada, encontraba mi madre, mientras mi padre la abrazaba por detrás y la sostenía en su pecho. Ambos lloraban, con los rostros compungidos por el dolor. En la cama, inmóvil, estaba yo.
Inconsciente, conectada a varios tubos y aparatos que emitían diferentes sonidos intermitentes. Pálida y cadavérica. Impelida de una salud que parecía hacía tiempo se había marchado. Con muy poco peso. Completamente desvalida. Una imagen completamente diferente a la que había visto horas atrás en aquel espejo.
Comencé a intentar entender la situación sin caer en la desesperación, aunque ésta imponía la mayor de las desesperaciones. De momento, sólo podía comprender que ésa que estaba allí era yo y que me encontraba enferma, quizás al borde de la muerte. Aunque, ¿realmente era yo? ¿O yo era la que estaba de pie al lado de la cama, observándose a sí misma? Pero pronto desterré aquel hilo de pensamiento; no era el mejor momento para ponerme a filosofar. Recordé cada detalle de lo que había vivido hasta el momento desde que había despertado en aquel lugar, haciendo que todo encajase y tuviese sentido.
Me mantuve imperturbable, mientras trataba de digerir aquello. Tenía que hacer algo. No quería quedarme allí.
Pero antes de que pudiese tomar alguna iniciativa, mi cuerpo comenzó a convulsionar, haciendo que los aparatos a los que estaba conectada emitiesen luces y sonidos cada vez más apremiantes.
En ese momento, mi madre rompió en un desgarrador llanto y un grupo del personal del hospital irrumpió en la habitación y comenzaron a actuar en consecuencia.
Empecé a sentirme mareada. Pronto, demasiado pronto, la sensación del vacío, que empezó en las piernas, se extendió por todo mi cuerpo, al punto de creer que iba a caer.
Entonces lo comprendí todo.
El cuerpo que tenía delante de mi era sólo eso, mi cuerpo. Supe que yo ya no pertenecía a ese mundo, al de los mortales. Yo ya no estaba entre los vivos, pero tampoco estaba entre los muertos. No sabía exactamente en donde me encontraba. ¿Un pasaje? Tal vez. Lo único que me conectaba a aquel lugar eran los sentidos. Mi consciencia. Aún podía escuchar el llanto de mis padres, las voces de los médicos, los pitidos de los aparatos.
Mi cuerpo dejó de moverse. Los aparatos dejaron de emitir sonido, salvo uno que lanzaba un son agudo y monótono. Mis sentidos comenzaron a apagarse de a poco. La consciencia entró en un sopor, parecido al sueño.
Lo último que supe es que ya no estaba allí.
A. Martínez
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