Realidad | Reflexión
Recuerdo, en un tiempo, que las cosas pasaban sin ser yo consciente de ello.
Eran raudas, inexorables, intimidantes, implacables.
Mis ojos infantiles destellaban, inmersos en un mundo de fantasía, donde todo era de un cuento. La realidad, aquello, era solo el verso de una canción, cread por extraños sucesos. Sólo el cariño que sentía era válido. Ajeno.
La gente pululaba, renuente.
Yo recorría un camino, para algunos, intransitable. Recibía el amor y la paciencia de mi padre. De mi madre, además, una mirada apremiante.
El día era claro, como mi mundo: brillante. Discurría entre todos, ajena a la congoja reinante. No entendía nada; era sólo una infante. No sabía que el dolor era profundo y tajante.
No era yo consciente de la pérdida irremediable.
Poco recuerdo de los ojos extraños; mi egoísmo infantil me centraba en lo mío.
En aquel momento, mi pequeña burbuja se fantasía y ensueño, se rasgó al medio. Un llanto quedó grabado en mi memoria, trayéndome de nuevo.
En mi vida había sentido tanto dolor impreso. Sus ojos derramaban ráfagas de u amor sesgado. Gritaban silenciados. Lloraban, atormentados. A mi corta edad entendí que el alma se desgarra por los seres que se van, y no detienen su marcha.
Mis ojos vivaces se quedaron fijos; pensar que, años más tarde, me pasaría lo mismo.
En mi mundo de sueños, se coló la realidad.
Entendí, en ese entonces, lo que pasa cuando alguien se va.
A. Martínez
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